Buscando una reseña sobre La silla del águila que redacté hace años con el objeto de traer una visión fuentesina sobre la lucha por el poder en México,
me topé con esta crónica donde, de paso, de todas formas le rindo
homenaje a Carlos Fuentes.
Inspirado en la visión cinematográfica de Ridley Scott para concebir una
ciudad futura en Blade Runner, y en audaces estudios de campo, el
historiador francés Sergei Gruzinski afirma que la de México es la
ciudad que anticipa cómo serán las metrópolis al promediar el siglo XXI.
Desde el punto de vista del transeúnte, aquí, el abigarramiento de
puestos de baratijas chinas, películas y álbumes musicales piratas
transgrediendo la tercera ley de Newton junto a los changarros de comida
humeante y barata, forma parte del paisaje urbano, sobre todo en el
Centro, cuyos edificios acusan en sus ruinosos bajos la cochambre
fritanguera del abandono y el asalto.
Aguas sucias y podridas, que el transeúnte intenta en vano evitar debido
a las enormes “zanahorias” de la carne al pastor que salen al paso a la
altura del rostro —al igual que las prendas íntimas desechables de los
puestos eróticos—, son los únicos remansos libres que, si no son
reclamados por palomas y ratas, pronto el ambulantaje se los apropiará,
como quien asienta chinampas en un lago filtrado por el asfalto.
Además de los olores y texturas grasosas que en algunos puntos de la
Ciudad de México conforman una gelatina opaca —por ejemplo, en las
calles de Balderas a la salida de la estación Juárez del Metro—, el
espíritu del lugar está cifrado en las miradas depredadoras de los
oriundos, aptas para la supervivencia gregaria al menudeo.
Este espíritu también se halla en los edificios derrelictos, como el que
fue de La Jornada, cuya estructura agrietada no impide que hoy sea una
escuela técnica; o el del finado Novedades (hoy ocupado por Milenio), cuya placa
conmemorativa de la primera piedra colocada por Porfirio Díaz ya no se
distingue de la opacidad afantasmada de sus muros.
En Blade Runner siempre es de noche y llueve; hay un anhelo de huir
hacia lugares quizá ya no paradisíacos, sino al menos vivibles. Los que
se quedan en un Los Ángeles pastoso y contaminado, lo hacen porque su
profesión o su incapacidad física los ata a esta Babel de changarros mal
olientes y estafas genéticas. Policías con licencia para matar,
padrotes, putas, mercachifles, animales falsos, androides
paradójicamente más sensibles y capaces que los humanos, son los
perdedores de la era de la hipertecnología que se quedaron varados en
una metrópoli del futuro —anticipada por la Ciudad de México.
Caminar por una calle como la de Balderas se antoja un disparadero de
asociaciones del pensamiento y una lluvia de recuerdos quizá inventados o
implantados —en el caso de ser uno mismo un replicante a la Blade
Runner. Una entrada perdida entre un puesto de quesadillas y otro de
películas pornográficas pudo haber sido el acceso, a mediados del siglo
XX, a la vivienda de Aura, donde los tiempos se superponen como las
pirámides sagradas para un joven historiador en la nouvelle de Carlos
Fuentes; una tabla disimulada con fotos de niños y niñas en posturas
soeces a la salida de un café de chinos, pudo haber sido la pista
profética que necesitaba el detective concebido por Rafael Bernal para
conjurar el complot mongol. La estación Juárez del Metro pudo haber sido
una alternativa para el personaje del cuento “La fiesta brava” de José
Emilio Pacheco, que hubiera sorteado los atavismos mitológicos de los
túneles de la Línea 2.
Ahí abajo, en los túneles, el Metro no cesa de llevar y traer cuerpos
asardinados a ciertas horas; sigue permitiendo la lectura y los flirteos
en los tiempos descansados, o la mera observación antropológica;
continúa acogiendo a una comunidad fija y creciente compuesta por
vendedores de baratijas y por folcloristas de zampoña y charango cada
vez más tecnologizados.
Ahí abajo continúa —según he advertido durante mis trayectos reanudados
rumbo a Balderas— la pulsión suicida, el “heroísmo” de arrojarse a las
vías para reventar en un instante. Nunca imaginé que en la decisión de
una suicida embarazada cupiera la posibilidad ¿involuntaria? de que el
producto se salvara así fuera durante pocas horas después del
arrollamiento. Tal vez el nonato era un replicante que de cualquier
manera sería exterminado por un blade runner.
[Publicado originalmente en http://www.cronica.com.mx/nota.php?id_nota=49159]
No hay comentarios:
Publicar un comentario