miércoles, 16 de mayo de 2012

De regreso a Balderas

Buscando una reseña sobre La silla del águila que redacté hace años con el objeto de traer una visión fuentesina sobre la lucha por el poder en México, me topé con esta crónica donde, de paso, de todas formas le rindo homenaje a Carlos Fuentes.

 
Inspirado en la visión cinematográfica de Ridley Scott para concebir una ciudad futura en Blade Runner, y en audaces estudios de campo, el historiador francés Sergei Gruzinski afirma que la de México es la ciudad que anticipa cómo serán las metrópolis al promediar el siglo XXI.
Desde el punto de vista del transeúnte, aquí, el abigarramiento de puestos de baratijas chinas, películas y álbumes musicales piratas transgrediendo la tercera ley de Newton junto a los changarros de comida humeante y barata, forma parte del paisaje urbano, sobre todo en el Centro, cuyos edificios acusan en sus ruinosos bajos la cochambre fritanguera del abandono y el asalto.
Aguas sucias y podridas, que el transeúnte intenta en vano evitar debido a las enormes “zanahorias” de la carne al pastor que salen al paso a la altura del rostro —al igual que las prendas íntimas desechables de los puestos eróticos—, son los únicos remansos libres que, si no son reclamados por palomas y ratas, pronto el ambulantaje se los apropiará, como quien asienta chinampas en un lago filtrado por el asfalto.
Además de los olores y texturas grasosas que en algunos puntos de la Ciudad de México conforman una gelatina opaca —por ejemplo, en las calles de Balderas a la salida de la estación Juárez del Metro—, el espíritu del lugar está cifrado en las miradas depredadoras de los oriundos, aptas para la supervivencia gregaria al menudeo. Este espíritu también se halla en los edificios derrelictos, como el que fue de La Jornada, cuya estructura agrietada no impide que hoy sea una escuela técnica; o el del finado Novedades (hoy ocupado por Milenio), cuya placa conmemorativa de la primera piedra colocada por Porfirio Díaz ya no se distingue de la opacidad afantasmada de sus muros.
En Blade Runner siempre es de noche y llueve; hay un anhelo de huir hacia lugares quizá ya no paradisíacos, sino al menos vivibles. Los que se quedan en un Los Ángeles pastoso y contaminado, lo hacen porque su profesión o su incapacidad física los ata a esta Babel de changarros mal olientes y estafas genéticas. Policías con licencia para matar, padrotes, putas, mercachifles, animales falsos, androides paradójicamente más sensibles y capaces que los humanos, son los perdedores de la era de la hipertecnología que se quedaron varados en una metrópoli del futuro —anticipada por la Ciudad de México.
Caminar por una calle como la de Balderas se antoja un disparadero de asociaciones del pensamiento y una lluvia de recuerdos quizá inventados o implantados —en el caso de ser uno mismo un replicante a la Blade Runner. Una entrada perdida entre un puesto de quesadillas y otro de películas pornográficas pudo haber sido el acceso, a mediados del siglo XX, a la vivienda de Aura, donde los tiempos se superponen como las pirámides sagradas para un joven historiador en la nouvelle de Carlos Fuentes; una tabla disimulada con fotos de niños y niñas en posturas soeces a la salida de un café de chinos, pudo haber sido la pista profética que necesitaba el detective concebido por Rafael Bernal para conjurar el complot mongol. La estación Juárez del Metro pudo haber sido una alternativa para el personaje del cuento “La fiesta brava” de José Emilio Pacheco, que hubiera sorteado los atavismos mitológicos de los túneles de la Línea 2.
Ahí abajo, en los túneles, el Metro no cesa de llevar y traer cuerpos asardinados a ciertas horas; sigue permitiendo la lectura y los flirteos en los tiempos descansados, o la mera observación antropológica; continúa acogiendo a una comunidad fija y creciente compuesta por vendedores de baratijas y por folcloristas de zampoña y charango cada vez más tecnologizados. Ahí abajo continúa —según he advertido durante mis trayectos reanudados rumbo a Balderas— la pulsión suicida, el “heroísmo” de arrojarse a las vías para reventar en un instante. Nunca imaginé que en la decisión de una suicida embarazada cupiera la posibilidad ¿involuntaria? de que el producto se salvara así fuera durante pocas horas después del arrollamiento. Tal vez el nonato era un replicante que de cualquier manera sería exterminado por un blade runner.

[Publicado originalmente en http://www.cronica.com.mx/nota.php?id_nota=49159]

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