Todo marchaba bien el 20 de enero de 2011. Me atrevería a decir a pedir de boca, hasta que un gazapo saltó y apestó no sólo la brevedad de la nota televisiva en la que yo intentaba situar el legado de David Lynch, del que estábamos conmemorando su cumpleaños 65, sino también y, acusadamente, la trayectoria ya añosa -que no gloriosa- del que esto escribe.
Este es el antecedente. Hace unos 20 años me ensañé en un artículo periodístico contra un joven entusiasta -al menos más joven y tan entusiasta como yo- que había brindado honras fúnebres a David Lynch en una revista universitaria a través de una larga semblanza luctuosa.
Dije entonces, en mi artículo, rabiosamente burlón, que aquel joven había resbalado con una cáscara de plátano, pues el que había muerto era David Lean, el célebre director de Lawrence de Arabia, y no David Lynch, el hierofante de oscuras y perturbadoras películas que ya había comenzado a constituir su propio culto con títulos como Ereaerhead (dificilísima de conseguir: los DVD eran una profecía e internet una no-tierra prometida); Blue Velvet, una de mis favoritas, definitivamente; Wild at Heart, donde surge el libidinoso duende de medio pelo Boby Peru; la serie de culto Twin Peaks, que resultó ser un parteaguas en la tv y cuyo capítulo piloto alcanzó el estatuto de película hecha y derecha... En fin, aún llegarían obras no menos pesadillescas y fascinantes como la trilogía compuesta por Lost Highway, Mulholland Drive e INLAND EMPIRE.
No intento agotar aquí en menciones la obra de Lynch, sino mostrar mi total devoción por su arte y, en la misma medida, el tamaño de mi resbalón con cáscara de plátano, acaecido unos 20 años después de mi zahiriente artículo contra el sepulturero prematuro de David Lynch.

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